Sunday, September 22, 2013

Lorgio Vaca, la vitalidad de un creador optimista y siempre activo

La madrugada del 30 de agosto de 2010 una fuerte explosión sacó de la modorra a los cruceños. Poco tiempo después se supo que uno de los íconos culturales más importantes de la ciudad había quedado dañado por la explosión de unas garrafas en el restaurante de la isla del parque El Arenal. La gesta del Oriente boliviano, el conjunto mural de 240 metros cuadrados que mejor ha sintetizado la historia de la región, quedó reducido a escombros.

Más de dos años de esforzado y minucioso trabajo de su creador, el artista plástico Lorgio Vaca, fue destruido en segundos y de la obra solo permanece el recuerdo de su imagen en postales.

Con la misma paciencia y dedicación de hace más de 40 años, cuando creó el simbólico mural, Lorgio Vaca ha emprendido la reconstrucción de su obra y pasa las tardes uniendo piezas que se han podido recuperar, crea nuevas para remplazarlas, da indicaciones a sus asistentes e incluso se trepa a los andamios para indicar y remarcar detalles sobre el esbozo gigante que recrea el mural en un galpón que le ha cedido la municipalidad y que se ha convertido en su ‘búnker’ desde hace tres meses.

Es un trabajo minucioso que le deparará 15 meses de arduo trabajo. Sin embargo, el artista no se lamenta por lo que se perdió ni por lo que tiene que rehacer, todo lo contrario, asume el reto con confianza y una vitalidad que ni por asomo hacen sospechar que en días más (el 24 de septiembre) cumplirá 83 años.

Es que el optimismo es una actitud ante la vida para Lorgio Vaca y que, junto con la creación artística, son sus principales motores. “La pintura y en especial el muralismo, es acción. Eso es lo lindo que tiene el arte. Te mantiene en acción”, dice y dibuja una sonrisa que enmarcan sus gruesos bigotes blancos.

Pese a que ya tiene el pelo encanecido, los años no parecen hacerle mella. Su trazo sigue siendo firme y seguro cuando dibuja. Su memoria y capacidad de reflexión es admirable e incluso, cuando otras personas de su edad ni piensan en conducir un auto, él no tiene reparos en enfrentar el caótico tráfico de la ciudad en su pequeño jeep Suzuki.

Cuando se le pregunta cuál es el secreto de su vitalidad, sonríe y luego con voz pausada e intimista responde: “No tengo hora para levantarme, porque soy noctámbulo. Puede ser a las siete, ocho o diez de la mañana, pero siempre hago más de una hora de ejercicios, levanto pesas y bailo. La música es lo de menos. Eso me permite que con más de 80 años pueda mantener el equilibrio en una sola pierna”, dice y lo demuestra para luego lanzar una carcajada. Aclara que después del desayuno lee el periódico y posteriormente se pone a trabajar. A veces en el taller que tiene en su casa y otras donde se está montando el mural destruido. Se considera vegetariano, pero una vez al mes no se priva de disfrutar de un buen churrasco.

RECUERDOS DE INFANCIA
La gesta del Oriente boliviano no solo tiene un valor artístico para el muralista, también fue el rencuentro con su ciudad natal, después de muchos años de ausencia y visitas esporádicas, fue la obra que lo decidió a establecerse nuevamente en Santa Cruz y la que permitió que se empezara a valorar su trabajo en una ciudad con características todavía de aldea, con escasa actividad cultural y que recién empezaba a crecer.

De esa sociedad todavía rural es que guarda sus primeros recuerdos.

“Mi mayor deseo de niño era tener un caballo (risas). Claro, vivíamos más cerca de la naturaleza. La civilización nos ha traído muchos adelantos, pero también nos ha extraviado mucho, por ejemplo, nos ha quitado la capacidad de caminar. Sin caminar el ser humano es incapaz de sentirse a sí mismo, de pisar la tierra y de transformar los materiales. Ahora ya no hacemos casi nada con las manos”, reflexiona.

De su infancia rememora las calles de tierra, la casa de su abuela en la calle Independencia, esquina Pari, donde vivió un tiempo y que cuando llovía las vías parecían ríos. “Las gavetas en las que la gente lavaba la ropa eran de madera y nosotros las sacábamos a navegar en las calles llenas de agua. Así pasaba la vida en esos años”
Su padre, Carlos Vaca Ribera, era hijo de una familia numerosa, con 15 hermanos. Su madre se llamaba Bertha Durán Aponte. Carlos Vaca participó de la Guerra del Chaco y dejó escrito un diario de campaña que ha quedado como un documento único de la participación de los cruceños en dicha contienda. Años atrás fue editado en un libro con prólogo del artista. A su regreso,

Carlos también trajo muchos dibujos y pinturas que hizo durante su cautiverio en las cárceles de Paraguay. “Era un pintor aficionado y le gustaba la fotografía. Eso era fantástico para mí, pero la guerra destruye familias y también lo hizo con la mía, porque al poco tiempo que llegó no se entendía con mi mamá y andaban peleando, lo que determinó que se separaran.

Cuando mi padre estaba acomodando su maleta para irse, vio que miraba sus acuarelas. Seguramente se dio cuenta de que me gustaba la pintura y me las regaló. Con ellas empecé a pintar”

La tenencia de Lorgio generó una disputa entre sus padres. Él decidió llevárselo y su madre tomó una decisión que cambiaría su vida.

“Tendría 6 años y estaba jugando en la calle. Papá me había llevado donde su hermana Luisa. De ahí es que de repente apareció una señora que no la vi, pero sentí que me alzó, lloré y grité. Era una mujer vestida de negro. Cuando se le cayó el velo vi que era mi mamá. Estaba más linda que nunca, parecía la virgen María”. Su madre lo llevó donde su abuela y después al aeropuerto para llevarlo a Cochabamba y luego a La Paz.

En La Paz pasó el resto de su niñez y juventud. “Mamá se las batía sola. Costuraba primorosos vestiditos para niños con muchos adornos. Era bien creativa. La recuerdo trabajando incansablemente de día y de noche en su maquinita de coser.”

Vivían precariamente, pero su madre hizo el esfuerzo para que estudiara en un colegio de prestigio y caro, como La Salle.
“Como toda la enseñanza de entonces era ajena a nuestra realidad. Nuestra educación ha sido siempre colonizada. Nos enseñaron a vivir de otra manera, a despreciar lo nuestro, al indígena.

El contacto con la tierra era deshonroso. Para ir al colegio había que estar bien lustradito, peinadito y con los zapatos limpios. Entonces es y ha sido para todos nosotros una suerte de despersonalización total. Eso nos hace daño hasta ahora. Por eso creo que debemos hacer un examen de nuestra conducta, de nuestro pensamiento, lenguaje y ponerlo al día con las nuevas concepciones humanas de la diversidad”.

En el colegio tuvo como compañero a Marcelo Quiroga Santa Cruz, con el que entabló una amistad que se prolongó en la universidad y cuando ambos ya eran figuras públicas. Incluso, el desaparecido lider del PS1, llegó a realizar una elogiosa crítica de la obra del artista en un diario paceño. “Curiosamente en el mismo curso de colegio, pero en el paralelo, estaba (Luis) García Meza y en un año menos (Luis) Arce Gómez”.

A su afición por la pintura se le sumó el de la poesía. En esos años juveniles se hizo amigo de chicos de su barrio a los que también les gustaba la pintura. Uno de ellos era José de Mesa (futuro historiador y arquitecto), el otro Raúl Mariaca (prestigioso pintor). “Teníamos un club de fútbol que se llamaba El relámpago, entonces trepábamos como una hora a los cerros. Llegábamos con la lengua afuera a una canchita que había allí arriba en una especie de vallecito que se había hecho entre las montañas. Allí también subíamos a pintar.
En la vida del artista hay una persona que para él fue fundamental y siempre recuerda con cariño. Se llamaba Isaac Córdoba, era un indígena guaraní huérfano que fue criado por su abuela. “Era como mi hermano mayor y a veces como mi padre. Me regaló mi primer diccionario, me llevaba a conciertos, me hizo conocer a escritores como Victor Hugo”.



Era un hombre culto, pero seguía sirviendo en la casa de mis parientes. El seguía levantándose a las 6 de la mañana para hacer pan y a las 8 se iba a su trabajo. El era técnico en motores diésel en La Paz y era jefe de esa sección en una importadora. Ganaba muy bien, pero el volvía de noche a lavar los pisos y a atender a los parientes. Un día que quedamos en salir con él a pasear, estaba limpiando los pisos y de adentro mi tía le gritó ‘indio bruto que por aquí por allá’. Yo le dije cómo permitís que te traten así e Isaac me dijo que lo aceptaba porque era su familia.

Esas injusticias, como las que se cometían con otros indígenas, me marcaron”, cuenta el muralista.
Lorgio pintaba y solo mostraba algunos de sus trabajos a sus amigos; sin embargo en el colegio era mal alumno en la materia. Para que no pierda el año el profesor le pidió que le presentara algún trabajo para que le pusiera la nota mínima. A último momento recurrió a las que realizaba por afición y para su sorpresa el profesor puso sus acuarelas como ejemplo de cómo debía pintarse.

Al salir del colegio decidió estudiar Derecho y trabajar para ayudar a su madre. Los fines de semana se escapaba para seguir pintando, hasta que decidió dedicarse de lleno al oficio. Su madre se había vuelto a casar y no tenía que ayudarla económicamente. Fue así que decidió recorrer el altiplano para pintar sus paisajes. Sobrevivió intercambiando algunas de sus acuarelas a cambio de comida y alojamiento. Meses después expuso con éxito en La Paz, vendió sus mejores cuadros y decidió hacer lo mismo, pero en Santa Cruz. Llegó aquí y recorrió por varios meses los pueblos y festividades, hasta que un familiar lo animó a que viajara a Brasil para ver la bienal de San Pablo. Fue por algunos días, pero terminó quedándose varios meses.
Allí conoció al famoso pintor Cándido Portinari, que le sugirió que si quería pintar murales, algo que ya le fascinaba, debería volver a su país. Así lo hizo y recaló en Sucre, donde se integró a otros muralistas, como Wálter Solón Romero y Gil Imaná, con los que formó el grupo Anteo.

Luego vendría un periodo en el que vivió en Perú, donde conoció a su esposa, Ada Sotomayor. “La conocí en una exposición que hice en Lima y desde que la vi dije ‘esta va a ser mi mujer’.
No sé, a veces tengo algunas certezas (risas) y después no fue nada fácil, nada lineal, tuvimos muchas peleas, como todos los enamorados y de casados también, pero fijate que hemos durado hasta ahora y felices”. Ambos son padres de Malena, que es historiadora de arte (actualmente vive en Vietnam), le sigue Claudio y el menor es Piraí, quizás el más famoso de sus hijos, ya que tiene una amplia y destacada trayectoria como guitarrista. También es abuelo de tres nietos.

A finales de los años 60, cuando Lorgio Vaca vivía en Perú, recibió la invitación del entonces alcalde cruceño, Hernán Castro, para realizar el mural del parque El Arenal. Al principio dudó, pero fue Cristóbal Roda el que lo convenció y el que le prestó su fábrica de cerámica para armar el mural. En el proceso descubrió aspectos que han marcado su estilo, como el relieve, y posteriormente empezó a realizar otros trabajos.

Luego de un periodo de ser el representante de Bolivia ante la Unesco en París. Lorgio Vaca volvió con ánimos de dedicarse de lleno a la pedagogía, actividad que lo entusiasma y que ya ha tenido sus frutos con el mural que sus alumnos de la carrera de Arte de la Gabriel René Moreno realizaron en el kínder Ana Barba. “Mis alumnos eligen dónde quieren hacer los trabajos.

Enseño con una pedagogía horizontal. Yo soy solo un facilitador. Basta con hurgar un poquito para descubrir la herencia de sus abuelos”, asegura.

No siempre le fue fácil plasmar sus ideas en sus trabajos ni sostener su ideología de izquierda. Cada vez que había golpe de Estado tenía que irse a dormir a otra parte, por si acaso. Solo en la dictadura de Banzer estuvo preso 15 días. “Cuando uno tiene ideas como las mías, sabe que van a ser mal recibidas y yo estoy dispuesto a tolerar que no se me entienda. Sé que con el tiempo esas intolerancias se liman y que los hombres tenemos que aprender a convivir. Los cruceños tenemos muy cerca nuestro pasado de aldea, en la que todos éramos amigos y las diferencias políticas nunca fueron tan graves. Solo a partir de las dictaduras que empezaron en los años 70 fue que la intromisión del imperio endureció las condiciones de vida aquí y nuestra historia se hizo sangrienta. Aunque yo te estoy hablando desde el punto de vista de un cruceño de la clase media pero si te hablo desde la vida de los indígenas, sangrienta ha sido toda su vida.



Han sido diezmados aquí y en todas partes por nuestro ejército”

Para el artista, ni siquiera el que hubieran picado el rostro del Che y la wiphala que colocó en el mural de Montero los considera un hecho grave. “Me han pedido que los reponga, pero creo que es más educativa que se quedé así. El imaginario de la gente llena ese vacío con lo que debería haber ido allí. Al final creo que gané porque mi obra se conoce más y la gente va con curiosidad a verla”, dice sonriente

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