El eco de nueve coros y orquestas del domingo 4 de
mayo resonaba en los templos de Santa Cruz y los pueblos misioneros de
la Chiquitania, pero los
forjadores de este monumento ya pensaban en el siguiente capítulo en la
trayectoria de una de las mayores hazañas culturales de Bolivia. Es
difícil imaginar otra de su ámbito capaz de superarla: El Festival
Internacional de Música Renacentista y Barroca de las Misiones de
Chiquitos.
Desde su primera versión hace dos décadas, el festival ha sido un tesoro que Bolivia exhibe orgullosa. Las
referencias culturales y turísticas han dejado de circunscribirse solo a
Tiahuanacu, el LagoTiticaca, Uyuni o Potosí para incluir a las misiones
y su festival en una posición de renombre mundial.
EL QUIJOTE
Cada vez con nuevas interpretaciones y arreglos musicales, este año también hubo cientos de participantes. Se
presentaron 57 grupos artísticos de 27 países que participaron en 161
conciertos. Con el personal administrativo y de apoyo en los pueblos
misionales, el número se triplica y el festival confiere un
movimiento notable a la economía de los lugares donde los conciertos
son escenificados, desde empleos hasta hospedaje, transporte y
alimentación.
“Es el principal
festival asociado a una de las épocas de mayor esplendor del tiempo que
siguió a la llegada de los españoles”, dijo Marcelo Araúz Lavadenz,
hasta el año pasado director de APAC, Asociación para la Cultura, responsable
del festival. Detrás de cada espectáculo está casi todo el equipo de
personas, la mayoría de buena voluntad, con el que el festival nació.
Cada
dos años, el festival deriva en un estado de ánimo que abarca todo el
oriente boliviano y que este año llegó hasta el Chaco. “Cada
versión del festival ha sido un desafío”, afirmó Araúz, cuyo nombre
está asociado al festival desde su nacimiento. La obra de este cruceño
ha sido premiada con reconocimientos
internacionales como pocos bolivianos, entre ellos el Premio Príncipe
Claus, de Holanda, en 2002. Al año siguiente recibió la máxima
distinción boliviana: el Cóndor de Los Andes.
Sociólogo
egresado de la Universidad Católica de Lovaina, nombre mayor en la
educación europea, tras retornar a Bolivia en la década de 1960 afincó
su interés en la cultura regional y nacional.
El énfasis de sus expresiones revela el
entusiasmo de hace veinte años, cuando “cuatro locos” empezaron a
agitar las corrientes culturales bolivianas para levantar el tesoro
musical de las misiones jesuitas, cuyos templos empezaban a llamar la
atención y revivían un pasado que, en la escala de entonces, fue la
revolución industrial del nuevo mundo, pero sin las miserias del viejo.
Los
años que evoca Araúz generaron la mayor conjunción cultural por una
causa en la historia del país. Solo pocos años antes (1990) las misiones
jesuíticas habían sido declaradas Patrimonio Cultural de la Humanidad,
una gesta cultural en la que, recordó Araúz, dos personajes cruceños
tuvieron un papel vital: Alcides Parejas y Virgilio Suárez. Esa
conjunción fue el salto que puso a las misiones como uno de los destinos
turísticos y culturales mayores del continente, pese a deficiencias
notorias de infraestructura (carreteras, servicios).
“Marcelo
Araúz, con su inquieta vida dedicada a la gestión cultural, nos trajo
la idea de un festival de música barroca rescatando y haciendo sonar la
música conservada en Chiquitos desde la época de las misiones”, recordó
Cecilia Kenning de Mansilla, actual presidente de Apac. “Alrededor de
una veintena de personas ofrecimos apoyar la idea de Marcelo y nos
lanzamos a organizar el primer festival.”
UN SUEÑO HECHO REALIDAD
Araúz
operó como centro sobre el que convergieron Alberto Bailey, entonces
Secretario General de Cultura (había sido llamado desde México, y como
autoridad endosó el plan sin retaceos) y los historiadores José Luis
Roca García, Parejas y Suárez, fundamentales para la declaratoria de las misiones como patrimonio cultural. Al lado de ellos estaba el Círculo pro Música, en Santa Cruz, que cobijaba a quienes intentaban preservar la herencia arquitectónica y musical de esos lugares.
Amalia
Samper y Patricia Rojas ofrecieron traer los coros que dirigían en
Colombia si se llegase a organizar un festival escenificado en los
templos. Era el sueño de Arauz y, en procura de apoyo, presentó la idea a la UNESCO.
Ocurrió otra coincidencia. Un sacerdote polonés acababa de presentar su tesis en la Georgetown University sobre
música colonial y había abordado la de Chiquitos. El polaco Piotr
Navrot fue enviado a Bolivia para ampliar su especialización, de la que
después sería uno de los pocos eruditos en el mundo. Las aguas del destino se juntaban y el misionero de la orden del Verbo Divino se sumó el grupo que traería de vuelta una porción del esplendor que habían vivido las reducciones jesuíticas.
Para
Cecilia Kenning “fue una incorporación providencial. Era una pieza
indispensable en el conjunto que, sin calcular todas las proyecciones
que habría de tener, empezaba a armarse”.
Con
la UNESCO, que poco antes de cumplir 50 años en 1995 había consagrado a
las misiones declarándolas patrimonio de la humanidad, ocurrió otra
coincidencia: su director en Bolivia Ives de Menorval, un
costarricense-francés (su esposa, Patricia Hasbun, es boliviana)
comprometido con el propósito de mostrar al mundo no sólo los templos
sino con volverlos escenarios de su expresión musical.
El paso siguiente fue convocar al primer festival de música antigua (“aún no la llamábamos renacentista ni colonial”). Del 3 al 18 de abril de 1996 ocurrió el acontecimiento en
Santa Cruz, San Javier, Concepción y San Ignacio. Entre otros pilares
del evento, estuvo un coro que Araúz consiguió traer desde Alemania, y
la interpretación de algunas páginas musicales de las 5.000 originales
que los pobladores habían resguardado, a lo largo de más de dos siglos,
en tubos que las protegieron de la lluvia y la humedad. (El número es
menor al de los tesoros de Mojos: más de 7.000, guardados en el Museo de
San Ignacio.)
La idea de escenificar los coros en los templos y de incorporar a los pueblos, como acostumbraban los misioneros, dio lugar a un movimiento febril en toda la región. Tonadas
de antaño recobraron vida y los pobladores comentaban incrédulos:
¡“Pero si esta es la música que cantaban mis padres, mis abuelos”!. Araúz dedujo que la música estaba registrada en la memoria de la gente.
En el primer festival participaron 14 coros, inclusive Coral Nova, a cargo de Ramiro Soriano; la Sociedad Coral Boliviana, dirigida
por José Lanza; el Coro Santa Cecilia, de Santa Cruz, y el Ensemble
Elyma, que trajo Alain Pacquier, el fundador del sello musical francés
617, un centro mundial de música barroca. Tras dos años de gestiones, el
festival nació en 1996 con un estreno mundial de la ópera San Ignacio,
tomada del Archivo Musical de Chiquitos, que interpretó el grupo traído
por Pacquier.
El despliegue de
instrumentos fue básico, “con lo que pudimos”, dijo Cecilia Kenning.
Hubo que traer dos órganos. Uno fue alquilado y vino de Argentina. El
otro fue un portátil enviado por el Ensemble Elyma.
Entre
otras novedades, el de abril pasado trajo un concierto de coro y
orquesta, escenificado por el grupo boliviano de Arakendar, y otro del
también nacional Palmarito, al lado del noruego Nordic Brass, y
el inglés RCM London. No menos brillo tuvo el “Corpus al son de los
bajones de Moxos”, interpretado por el grupo argentino de Louis Berger,
con réplicas de instrumentos de Chiquitos y Moxos.
Las
giras de los coros nacionales participantes se han vuelto rutina y son
como embajadores de la cultura que se proyecta desde el oriente
boliviano. Hace unos días, los jóvenes del Coro de San José retornaron
de una gira exitosa por España y Francia.
“Se ha creado un movimiento musical que ha despegado y nos encontramos en vuelo”, dijo Marcelo Araúz. “Hay mucho por delante pero ya estamos en el aire.”
(*) http://haroldolmos.wordpres.com. Harold Olmos es Premio Nacional de Periodismo
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