Muy joven migró de su natal Trinidad (Beni) a La Paz en busca de realizar su sueño: ser músico. Sin embargo, para costear sus estudios tuvo que pintar cuadros. Su primer dibujo fue un dólar cuando cursaba la secundaria, y su segunda obra, esta vez en pintura, la imagen de Beethoven.
“Ganaba bien pintando cuadros así que decidí ingresar a la Escuela de Arte en La Paz y abandoné la música”, comenta este hombre, que precisamente hoy día cumple 60 años.
A pesar de que se esforzaba, dice que el catedrático rechazaba sus trabajos de dibujo y nunca le decía cuáles habían sido sus fallas. Esto lo desmotivó y acabó abandonando también el estudio de este arte. Al poco tiempo lo invitaron a participar en una exposición. Era la primera vez que exhibía sus obras y para ello preparó 13 plásticas dedicadas a la ecología. Pero lejos de que sea un éxito, no vendió ni una de sus obras. Decepcionado, cargó los 13 cuadros para retornar a su vivienda, en la zona de Tembladerani; sin embargo, en el trayecto, y sin ofrecerlos, vendió 12 lienzos. Su felicidad fue tal que decidió comprar pasaje en avión hasta Trinidad para visitar a su familia.
De alumno a docente
Una vez en su terruño, lo invitaron a que impartiera clases en el colegio Panamericano. Allí sus colegas lo motivaron para que ingresara a la Normal Integral, a fin de que no se quede como profesor interino porque podía perder su empleo. El día en que se fue a la Normal para inscribirse, en la fila fue abordado por el rector, quien lo invitó a ser docente de la institución. “¿Usted no es Franklin, el que expone cuadros debajo del árbol de tarumá en la plaza? Una persona como usted es la que estamos necesitando”, le dijo el rector.
“Le respondí que yo no había estudiado, que era empírico, y entonces él me dijo: Usted estudió en el libro de cuero. Desde ahí digo que no vale tener un título ni una libreta llena de 70, lo que vale es el saber”, afirma. Después de un tiempo se trasladó a Santa Cruz, donde trabajó en varios colegios y participó de varias exposiciones.
Pintar el retrato de Max Fernández le abrió las puertas en el extranjero. Se marchó a Estados Unidos, donde pintó en el Capitolio (Washington). Pero así como cosechó fama con sus pinturas, también fue donde encontró dolor. Allí le diagnosticaron cáncer en la mandíbula. Esto apuró su retorno al país, pues le dijeron que solo le quedaban 30 días de vida. Ese diagnóstico se lo dieron hace más de 12 años y Franklin todavía continúa disfrutando de la vida y del arte con el cual sustenta su hogar. El tratamiento en el Oncológico dio resultado.
Sus cuadros son enviados a Estados Unidos y a Japón. Cada día, a las 10:00, prepara sus pinceles y óleos para dar rienda suelta a su creatividad. Es padre de cinco hijos, de dos uniones. En la primera, de la cual quedó viudo, tuvo dos hijos y con su segunda esposa, tres. El mayor de los cinco hijos radica en Estados Unidos
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